Y de repente, alguien llamó a la puerta. Aquella fría Nochebuena de 1933 no esperaba ninguna visita. Ni el resto de noches. Abrí la puerta y allí estaba Albert, envejecido por el paso del tiempo, con una botella de whisky, la misma que bebimos en la Nochebuena de 1914.
Sin apenas pedir permiso, entró, cogió una copa de la mesilla del vestíbulo y se sirvió. Se sentó en el sofá y comenzó a beber.
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