Me asomé al pozo y descubrí, aterrorizado, unos esqueletos de hombres, mujeres e incluso niños que se podían contar por decenas. Superpuestos, amontonados como si las almas que un día llevaron dentro no importasen nada. Humillados. Una culebra recorría los huesos descendiendo por el cráneo y enrollándose en las costillas.
A lo largo de la mañana había hallado objetos de poco valor como restos de cerámicas medievales y tejas pero había algo que me había llamado la atención sobremanera. Era un casquillo de bala de unos setenta u ochenta años conservado en muy buenas condiciones. Sin embargo, al soplar la tierra y limpiarlo descubrí que, desgraciadamente, no incluía ninguna inscripción. El objetivo de mi excavación no era encontrar algo de un valor incalculable, pero había soñado con encontrar algo que “alterase” el rumbo de la historia y aquel casquillo de bala era toda una esperanza. Siempre había sido un soñador y las películas de Indiana Jones que mi padre acostumbraba a ponerme habían marcado mi infancia entre aventura y aventura. En realidad, más que un sueño era una cuestión familiar.
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