Cuenta el historiador Polibio en sus Historias que Escipión Emiliano, después de destruir Cartago, comentó que todas las ciudades, pueblos e imperios, también Roma, tenían como destino inevitable la desaparición. A la Unión Europea, que no es un imperio, siempre le persigue ese hado por el que cada crisis política, económica y militar alienta un fatalismo que ya describía el historiador griego a mediados del siglo II a. C. Creo que Tony Judt, el gran historiador de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial, fue víctima del pesimismo en 2012 cuando escribió, en sus últimos años de vida, que la tarea de los intelectuales ya no era imaginar mundos mejores, sino evitar escenarios peores. Como si el único objetivo de los europeos fuera garantizar dentro de nuestras fronteras la democracia liberal, el respeto a la ley y el estado del bienestar.
El enfoque conservador de Judt ha calado en los líderes europeos. Lo hemos visto en la Haya, donde firmamos de manera acrítica el gasto del 5% en defensa; en Escocia, donde hemos realizado un acuerdo arancelario muy beneficioso para Estados Unidos y poco o nada para la Unión Europea; y en Washington, donde las imágenes de los mandatarios de Alemania, Reino Unido, Francia o Italia riéndole las gracias a Trump han dejado mucho que desear. La Unión Europea ya gasta más dinero en mantener a Ucrania que Estados Unidos y, sin embargo, nuestra opinión nunca había importado tan poco. La paradoja es que Zelenski es el único que va a poder defender los intereses europeos en las negociaciones, si finalmente se producen, a tres bandas entre Ucrania, Rusia y Estados Unidos.
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