
En el último año he disfrutado de una estancia de investigación en Sapienza Università di Roma (entre septiembre y diciembre de 2024 con una beca del Gobierno de Navarra) y de otra en el Institute for the Study of the Ancient World de New York University (entre febrero y agosto de 2025 con una beca Fulbright). Este artículo no pretende ser una guía de viajes, sino una reflexión sobre las experiencias profesionales y personales que he vivido tanto en Roma como en Nueva York.
Para un historiador de la Antigüedad, vivir en la ciudad de las siete colinas es siempre una experiencia incomparable. Apenas una semana antes de marcharme a Italia, Antonio Mostalac, arqueólogo zaragozano de larga trayectoria, me dijo tomando un café en la Universidad de Navarra que tuviese cuidado: Roma podía cambiar por completo mi tema de tesis. Seguramente si en vez de 3 meses hubiese vivido tres años en Roma –o quizás tan solo un curso académico–, estoy seguro de que la advertencia de Mostalac se hubiese cumplido. Es imposible no pensar en la influencia que Roma tuvo en autores como Montesquieu, Stendhal y Goethe o incluso en pensionados de la Diputación de Navarra como el escultor Fructuoso Orduna.
Lo cierto es que tres meses pasan volando y que los fines de semana se quedan cortos para conocer todo el patrimonio que atesora la ciudad. Pasear por el Palatino, andar en bici por la Via Appia e imaginar la Roma de Septimio Severo en el Museo della Forma Urbis fueron mis actividades favoritas. De hecho, durante los dos meses que he estado este año en Pamplona disfruté de las clases de Arqueología en las que pude explicar la topografía de la Antigua Roma a partir de los fragmentos que conservamos de la Forma Urbis Romae. No hace falta decir que diseñé esta actividad paseando un sábado soleado de diciembre por el Parque del Celio donde está el citado museo. Conocer San Juan de Letrán, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros antes del Jubileo de 2025 y, por tanto, con cierta tranquilidad, fue una experiencia inolvidable.
De Nueva York puedo destacar las excursiones a Governors Island, los paseos por el High Line y las visitas al Metropolitan Museum. Allí fui víctima de cierto cabreo postcolonialista cuando contemplé por primera vez la reja de la Catedral de Valladolid en la sala central del MET y descubrí que la habíamos vendido a peso, por apenas 500 pesetas. También he disfrutado de la ópera en el Lincoln Center, de Carlos Alcaraz en el US Open y he contemplado varias veces los cuadros costumbristas de Sorolla en la Hispanic Society. He conocido Boston, Cincinnati, Chicago, Washington, Yale y Princeton. Todas las visitas de amigos y familiares, los paseos con Leyre Santos y con Jesús Rodríguez, compañero de Equipo Europa que está despuntando en el United Nations Development Programme de la ONU, me han ayudado no sé si a dominar Manhattan, pero sí al menos a conocer bien todos los lugares de visita obligada.
Al comenzar mi segundo año de tesis en 2023 tenía claro que iba a pedir una beca Fulbright para hacer una estancia en Estados Unidos, que en cualquier caso me parecía imposible o muy difícil de conseguir. Contaba, eso sí, con la inspiración –y con los consejos– de mi amiga Leyre Santos, que acababa de comenzar un máster en Columbia con una beca de La Caixa. También tenía que asegurarme de hacer una estancia de 3 meses –esa que te exige el Ministerio para obtener un doctorado internacional– en alguna universidad europea. Confirmé mi idea inicial de marcharme a Roma después de hablar con Luis Romero, investigador postdoctoral en la Universidad Complutense de Madrid, y con Paloma Martín-Esperanza, profesora de Arte Clásico en la Universidad Autónoma de Madrid.
Un historiador de la Antigüedad que investiga en la ciudad aeterna tiene a su disposición las bibliotecas del German Archaeological Institute, de l´École française, de la American Academy y de la Escuela Española de Historia y Arqueología, solo por citar los lugares más visitados por cualquier investigador español. La mayoría de los doctorandos que acuden a Roma para una estancia intentan vincularse a uno de estos centros. En mi caso, siguiendo los consejos de Javier Andreu, mi director de tesis, le propuse la estancia a Silvia Orlandi, profesora de Epigrafía Latina en la Sapienza. Esto me dio la posibilidad de conocer de cerca una universidad italiana, de participar en algunas de sus actividades académicas, dar un par de clases y conocer a algunos historiadores italianos como el profesor Gian Luca Gregori. Si uno llega a Roma sin conocer a nadie, es fácil vivir e investigar en la ciudad sin relacionarse con ningún romano (vivo). Gracias a que mi estancia fue en La Sapienza –y no en alguna de las maravillosas escuelas internacionales romanas– creo que conocí un poco mejor el país y su sistema universitario.
Pero está claro que la mayor parte de mi tiempo de trabajo lo pasé en la Escuela, la patria de cualquier historiador español que vive en Roma. En realidad, España tiene en la capital italiana las dos embajadas (ante la República y ante la Santa Sede), el consulado, el Instituto Cervantes, la Real Academia de España y la ya mencionada Escuela de Historia y Arqueología. Por si fuera poco, todas estas instituciones ocupan edificios diferentes desperdigados por la ciudad desde la zona de la Columna Trajana al Gianicolo pasando por la Piazza Navona. Y esto habla del poder político, cultural y simbólico que todavía ostenta la vieja capital del Imperio Romano. En cualquier caso, pasar tiempo en la Escuela –que en mi caso fue más agradable gracias a la hospitalidad de su director, el profesor Antonio Pizzo, y de Oskar Aguado, investigador postdoctoral de la UPV– tiene grandes ventajas. Una de ellas fue coincidir una mañana con Javier Arce Martínez, que con 80 años continúa siendo una referencia en temas como la Antigüedad Tardía, la historiografía, los vascones y muchísimos temas más. Pero sobre todo me permitió conocer a investigadores que estaban en la misma situación que yo como Jorge del Reguero, Miguel Ángel Rodríguez Rabadán, Miriam González Nieto, Alejandro Muñiz e Inocencia (Chencha) Perea.
Mi paso por Nueva York no ha sido itinerante entre biblioteca y biblioteca, sino que he contado con todos los recursos del Institute for the Study of the Ancient World (ISAW) de NYU como un investigador más. Eso se lo debo a la Comisión Fulbright y a Greg Woolf, mi supervisor durante la estancia y Leon Levy Director de ISAW. También quiero agradecer la ayuda de Marc LeBlanc y las conversaciones con David Ratzan, Patrick J. Burns, Antonis Kotsonas, Lorenzo d’Alfonso, Sebastian Heath o Robert G. Hoyland, entre otros. Los estudiantes de doctorado de ISAW también han sido extraordinariamente acogedores y les doy las gracias.
En realidad, mi estancia iba a tener lugar en la University of California (UCLA), pero un afortunado cambio profesional de Woolf en enero de 2025 y la flexibilidad de Fulbright, me han llevado a Nueva York, algo que siempre agradeceré. A Greg le había conocido en persona en mi primer mes de tesis en el marco del V Coloquio de Arqueología e Historia Antigua de Los Bañales y después de leer algunas de sus obras –particularmente Becoming Roman (1998) y Tales of Barbarians (2011)– llegué a la conclusión de que podía aprender de él y de sus trabajos un buen método para abordar las cuestiones etnográficas. Durante la primavera tuve la oportunidad de acudir a unos seminarios sobre urbanización en el mundo antiguo con Woolf en los que leímos a autores como Chris Wickham o Hugh Kennedy. Pero lo más destacable es que pude conocer el modelo británico de seminarios en los que pocas personas discuten sobre lecturas que previamente han leído. Aunque ya había oído hablar de ese tipo de actividades a amigos que han estudiado en Oxford, me cuesta comprender que en las universidades españolas no intentemos aplicar algún sistema similar que fomente la lectura, el debate y el pensamiento crítico. La Universidad de Navarra, por lo menos, ha dado algunos pasos en ese sentido con la creación desde hace unos años de un Core Curriculum. Otra experiencia interesante fue presentar temas relacionados con mi tesis en la ISAW Graduate Student Conference, pero sobre todo hablar sobre la producción de vino en el lagar de El Huso y La Rueca de Los Bañales en un work-in-progress seminar. No solo estuve hablando 30 minutos, sino que asistí a un debate útil y a unas preguntas del público durante otra media hora que me sorprendió por la intensidad y por el enfoque crítico y constructivo de las intervenciones.
Mi percepción –aunque puede que sea equivocada por la burbuja intelectual en la que he vivido– es que en las universidades estadounidenses, o al menos en las de Nueva York, los estudiantes leen más y leen obras de mayor importancia y calidad. Uno se puede acercar a Strand y encontrar a apenas 10 dólares o menos libros bien editados de los grandes maestros de la literatura, de la historia o de la filosofía. Un ejercicio todavía más interesante es aproximarse a Book Culture, una librería cerca de Columbia University, en la que hay estanterías en las que se pueden ver los libros que se están leyendo en cada asignatura. Y, al verlos, solo puedo preguntarme qué he hecho durante todo este tiempo y por qué no he leído todas esas grandes obras. La respuesta es individual, pero también tiene que ver con el sistema educativo español.
Si hay una pregunta que he tenido que contestar durante estos meses en Nueva York, sobre todo fuera del mundo académico, ha sido qué hace un historiador de la Antigüedad que estudia los vascones en Nueva York. Yo mismo me tuve que hacer esta pregunta antes de presentar mi proyecto a Fulbright, claro. Lo cierto es que he podido acceder a una de las mejores bibliotecas del mundo, he leído un gran número de libros y publicaciones internacionales sobre identidades y etnias de la Antigüedad y, lo que seguramente es más importante, he conocido a profesionales de los cinco continentes que han ampliado mis horizontes. Una de las virtudes de ISAW es que cuenta con especialistas de todo el mundo que estudian el mundo antiguo en un sentido amplio, lo que no solo incluye Roma y Grecia, sino también Egipto, Oriente Medio, Anatolia, Asia Central, China o la costa este de África. Aunque pueda parecer evidente que estudiar la Antigüedad también implica salir del Mediterráneo, esto es tan lógico y necesario como poco habitual y por eso hacer una estancia en ISAW ha sido una experiencia tan impactante para mí.
A otros amigos les ha llamado la atención el interés político del momento en el que me ha tocado vivir en Estados Unidos. En realidad, he pasado de vivir en la Italia de Meloni a residir en los EE. UU. de Trump. Me voy de Nueva York en una semana en la que los mandatarios europeos han vuelto a reírle las gracias –quizás no les queda otra– al presidente estadounidense. Dejo un país donde se están creando campos de trabajo –que el historiador Timothy Snyder y muchos otros han llegado a denominar “campos de concentración”– y vuelvo a un continente europeo donde los jueces están frenando los intentos de la extrema derecha italiana de crear campos de refugiados en Albania que, por cierto, han contado con el apoyo de Von der Leyen. No tengo tan claro, como ha dicho Borrell hace unos días, que Estados Unidos se haya puesto del lado de Rusia frente a los europeos. Creo que eso todavía está por ver y depende de las cesiones territoriales que finalmente se hagan (o no) en Ucrania y de las garantías de seguridad que se consigan, pero ya resultan muy frustrantes, más allá de las fotos y de las humillaciones en Escocia y en Washington, las cesiones de la Unión Europea en materia de aranceles y de defensa. Ya nadie habla de autonomía estratégica y ya nadie habla de competitividad y de los informes de Draghi y Letta.
En realidad, hay dos diferencias fundamentales entre Italia y Estados Unidos que explican muchas cosas. En Roma viví varias manifestaciones multitudinarias precisamente contra el gobierno de Meloni y en Nueva York apenas las he visto. En Europa resulta más evidente la defensa de los derechos humanos y en Estados Unidos, en fin, sobrevive el más fuerte. Hace unos meses, me impresionó escuchar al neurólogo Rafael Yuste en el Instituto Cervantes de Nueva York. El científico español nos contó que en Estados Unidos no existe un sistema público para tratar a los enfermos mentales. Se eliminó en época del aclamado Ronald Reagan y ningún presidente lo ha recuperado después. Así están las calles de las grandes ciudades estadounidenses, claro.
Una conversación sobre la que he reflexionado estos últimos meses es la que tuve con un profesor de ISAW que me comentó que Nueva York es en realidad una ciudad muy europea. Y de inmediato recordé una cita que había leído unos días antes de Tony Judt, el gran historiador de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial que terminó sus días en el Instituto Remarque de New York University:
“From an academic point of view, New York resembles the continental European model rather than the Anglo-American template. The most important conversations in town are not those conducted among academics behind college walls, but the broader intellectual and cultural debate exchanged across the city and taking in journalists, independent writers, artists and visitors as well as the local professoriate. Thus, at least in principle, universities are culturally and intellectually integrated into a wider conversation. In this sense at least, by staying in New York I could also remain European” (Thinking the twentieth century. Tony Judt with Timothy Snyder, 2012, p. 255).
«Desde un punto de vista académico, Nueva York se asemeja más al modelo continental europeo que al anglosajón. Las conversaciones más importantes de la ciudad no son las que se llevan a cabo entre académicos tras las paredes de las universidades, sino el debate intelectual y cultural más amplio que se intercambia en toda la ciudad y en el que participan periodistas, escritores independientes, artistas y visitantes, así como el profesorado local. Así, al menos en teoría, las universidades están cultural e intelectualmente integradas en una conversación más amplia. En este sentido, al menos, al quedarme en Nueva York también podía seguir siendo europeo» (traducción personal).
Mis aproximaciones al mundo periodístico y cultural estadounidense han sido limitadas y, parafraseando a Judt, he imitado el modelo anglosajón y, con algunas excepciones, solamente he tenido conversaciones interesantes entre las paredes de ISAW. Por tanto, me llama la atención la última frase de Judt sobre el sentimiento europeo ya que guarda relación con lo que también decía el profesor de ISAW. Es cierto que uno se siente europeo en Nueva York porque hay muchos españoles, italianos, franceses o alemanes y, entre los estadounidenses, hay pocos trumpistas; pero uno no se siente europeo cuando ve a los mencionados enfermos mentales en cualquier parada de metro, a drogadictos en vagones en hora punta y a los neoyorkinos consumiendo plástico y aire acondicionado sin parar. No hablemos ya de la suciedad de las calles y del reciclaje. Sobre este tema he tenido unas cuantas conversaciones con Gunvor Lindström, arqueóloga alemana que ha investigado este año en ISAW.
En Italia los doctorados –al menos los de Humanidades– simplemente cuentan con una financiación de 3 años. En España normalmente duran 4 años y en el caso de Estados Unidos he conocido casos de personas que todavía les pagan un sueldo en su sexto o séptimo año de doctorado. Aunque esto podría sorprender, no hace mucho en España había investigadores que tardaban ese tiempo en completar una tesis.
Durante estos meses, he conocido a muchos españoles decepcionados, con razón, con los salarios pírricos que se pagan en España y con la poca innovación que hay en nuestro país y en Europa en general, sobre todo si la comparamos con Estados Unidos o con China. A nivel científico, en Europa –y en España más si cabe– nos tenemos que poner las pilas y empezar a valorar el trabajo del investigador. Por poner un ejemplo, el salario base de un profesor de New York University (NYU) en el escalafón más bajo es de 120.000 dólares. En España, una universidad pública madrileña puede pagar a un profesor contratado doctor un salario que varía entre los 35 y los 40 mil euros. Al margen del coste de vida, es imposible atraer a nadie con esos salarios a pesar de los últimos planes presentados por la Comisión Europea. Todavía es más difícil si tenemos en cuenta el prestigio social que conlleva la investigación en uno u otro país.
Seguramente una persona joven que ya no necesita pagarse unos estudios universitarios, apenas va al médico y no tiene cargas familiares, puede ahorrar en Nueva York y más tarde comprarse una casa en España. Eso si no eres objeto de una deportación y terminas cinco días sin apenas comida ni agua, 30 horas esposada y seis meses recluida. Reconozco que un temprano regreso a España fue una preocupación durante los primeros meses de la estancia ante los ataques que la administración Trump está llevando a cabo contra las universidades, los estudiantes internacionales y Fulbright. En cualquier caso, no tengo tan claro que vivir en Estados Unidos sea mejor en el caso de una persona más mayor que necesita el estado de bienestar y que ve que sus pensiones desaparecen en un minuto después de la última bravuconada de Trump. Nos hemos quedado atrás en muchas cosas, pero no voy a renunciar al orgullo de ser europeo y no creo que el sueño americano sea mejor. Nueva York, con los tópicos que vive cualquier español que viene a vivir a la Gran Manzana, todavía aparece muy bien retratada en la película La línea del cielo (1983), protagonizada por Antonio Resines, que me recomendó con acierto mi tío Eduardo Larequi antes de venir a Estados Unidos.
Quiero terminar este artículo dando las gracias a la Comisión Fulbright por su confianza en mi proyecto, particularmente a Alberto López San Miguel, Victoria Ruiz, Linnea Monson, Lisa Mervosh y Carinna Nikel por todas sus amables gestiones durante estos meses. Cuando recibí la llamada en octubre de 2024 para informarme de que había conseguido la beca, no imaginaba que la experiencia iba a ser tan positiva y que iba a poder disfrutar de un ambiente académico tan estimulante como el de ISAW. A partir de ahora, espero ser un buen embajador de Fulbright y de las universidades estadounidenses. Se lo tengo que agradecer a Greg Woolf, que me ha abierto las puertas de un centro interdisciplinar y global con investigadores pioneros y estudiantes brillantes. También a Javier Andreu, que siempre confía en mí y que incluso se ha acercado estos meses a Nueva York para dar una conferencia en Columbia, y a mis compañeros Luka García de la Barrera, Javier Martínez Sarasate y Fátima Rodríguez Noriega, que a lo largo de este año me han tenido que sustituir en muchas cosas.
Finalmente, quiero terminar dando las gracias a las personas con las que he compartido piso estos últimos seis meses, Iván Bernal, Pedro Ribes y Santiago Martínez. Después de vivir con 8 personas en Roma, los tres han conseguido que esta estancia en Nueva York no solo haya sido académicamente provechosa, sino que también haya tenido sus momentos de descanso y diversión. Porque al llegar a casa a todos los días no sé si me sentía europeo, pero desde luego sí me sentía español.
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