Con el ingreso en la entonces Comunidad Económica Europea en 1986, España se encontró con la modernidad y resolvió uno de los problemas que más habían preocupado a la generación de intelectuales del 98 y del 27 con Ortega y Gasset a la cabeza: “España es el problema, Europa la solución”. Nuestro país se planteaba entonces como un problema histórico en constante decadencia cuya solución estaba en la europeización.
Joaquín Costa y Ortega y Gasset, dos pensadores adelantados a su tiempo, vieron en Europa la solución a los complejos de marginalidad y atraso que sufría España, especialmente después del desastre de 1898. Pero ahora nuestro país, dentro de la Unión Europea, es una democracia plena y consolidada con una Constitución de la que hace unos días hemos celebrado sus 44 años de vigencia. El largo viaje hacia la modernidad ya ha terminado.
Europa sigue siendo la solución, tal y como se ha puesto de manifiesto en los últimos años con la respuesta a la pandemia y a la invasión rusa de Ucrania. Pero España ya no es el problema ni tampoco Europa debe ser el escudo o la solución frente a la falta de entendimiento político entre los principales partidos en nuestro país. El daño a la reputación de nuestra democracia es muy importante cada vez que se recurre a las instituciones europeas, especialmente en cuestiones de justicia, para buscar una respuesta a problemas internos cuya solución está en nuestra Constitución. Deberíamos practicar más a menudo el “patriotismo constitucional” que acuñó el filósofo alemán Jürgen Habermas y que en España ejemplificaron tan bien los políticos que hicieron la Transición o que lograron la integración en Europa.
La Unión Europea puede ser en el siglo XXI una solución para problemas económicos, sociales, medioambientales, energéticos o militares, pero por desgracia no lo es todavía para el deterioro democrático que pueden sufrir los Estados Miembros. Hungría, Polonia, y quien sabe si pronto también Italia, son los mejores ejemplos, pero tampoco en esto Spain is different. Y cada vez que nuestros políticos se sitúan al margen del espíritu constitucional nuestra democracia es un poco más pequeña. Conviene recordarlo ahora que en muchos países de Europa, y con gran intensidad en España, se gobierna a base de decretos con nocturnidad y alevosía.
Los complejos de la generación de Costa y Ortega no han desaparecido de los españoles, a menudo mucho más pesimistas que lo que los datos y la realidad muestran, a menudo encantados de citar a Gil de Biedma con eso de que “de todas las historias, la más triste es la de España porque acaba mal”. Hace ya unas cuantas décadas que esta cita dejó de ser cierta y que España no solo no es el problema, sino que su papel en la construcción europea es estar en el lado de los países que proponen, que ponen soluciones encima de la mesa. El último ejemplo es el recientemente anunciado conducto entre Barcelona y Marsella para hidrógeno verde que vuelve a situar a la Península Ibérica en la vanguardia de las energías renovables. Un éxito de país y también un éxito ibérico que nos recuerda, una vez más, la importancia de trabajar juntos. Los españoles no solo somos parte del proyecto europeo, sino que contribuir a su construcción es nuestra responsabilidad.
Sin duda, la Unión Europea debe ser entendida como solución, pero no como un remedio que externaliza los problemas que podemos resolver en casa. No debe convertirse en una excusa para justificar cambios penales que tienen intenciones muy diferentes a parecernos a Europa como tampoco debería serlo para impedir la renovación de los órganos constitucionales. En definitiva, a España lo que es de España y a Europa lo que es de Europa.
Este artículo fue publicado originalmente en las ediciones impresa y digital de Diario de Navarra.
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