La reciente victoria de Giorgia Meloni en las elecciones italianas ha vuelto a situar a la Unión Europea ante un contexto político difícil que se une a una situación económica y energética poco halagüeñas, sobre todo para Alemania y los países centroeuropeos.
La división en la prensa española a la hora de calificar a Meloni nos ha vuelto a mostrar la importancia de las palabras. Unos medios la describen como “extrema derecha”, otros como “derecha dura” e incluso algunos como “centroderecha”, calificativo alejado de la realidad de su programa con el que ella quiere asociarse ahora que, según parece, va a dirigir la tercera economía de la zona Euro.
Particularmente entre aquellos que argumentan el carácter extremo de Meloni se ha abierto paso el concepto de “neofascismo” o “posfascismo” a la hora de referirse a la victoriosa líder italiana. Esto se debe a que Meloni militó en el Movimiento Social Italiano, fundado en 1946 por seguidores de Benito Mussolini. De hecho, Hermanos de Italia, el partido ganador de las elecciones, mantiene en su logo la llama de la tumba de Mussolini.
Meloni ha rechazado el fascismo justo antes de las elecciones: «La derecha italiana ha relegado el fascismo a la historia desde hace décadas, condenando sin ambigüedades la privación de la democracia y las infames leyes antijudías. Y obviamente también es inequívoca nuestra condena al nazismo y al comunismo». A pesar de estas declaraciones, que critican cuestiones más ligadas al nazismo alemán que al fascismo italiano, es evidente que hay una herencia de Mussolini en el partido de Meloni. Sin embargo, se trata de una cuestión más romántica, basada en una visión esencialista de la historia, que concreta, con capacidad para construir un estado totalitario. De hecho, el fascismo fue inventado para un mundo que ya no existe.
El empleo de estos términos vinculados al fascismo a la hora de analizar el movimiento de Meloni no ayudan a comprender lo que ha ocurrido no ya en estas últimas semanas en Italia, sino sobre todo en los últimos años, cuando los partidos tradicionales han dejado de dar respuesta a los problemas cotidianos de la gente corriente. Lo cierto es que el fascismo murió en el mismo momento en el que la globalización triunfó. El éxito en Europa de la economía liberal y del estado de bienestar, inspirado en principios democristianos y socialdemócratas, ha sido tan arrollador que sólo una guerra directa podría destruir los equilibrios políticos que hemos construido. La Unión Europea debe ejercer, por tanto, su papel de contrapeso frente al despertar de la política iliberal en Italia o Suecia, y debe hacerlo con más eficacia que en Hungría y Polonia.
Es cierto que con la expresión “neo” se intenta transmitir desde la izquierda la idea de que existe el peligro de un nuevo fascismo para el siglo XXI. Pero ese nuevo fascismo italiano, en cualquier caso, no es fascista en la medida en que acepta la globalización y el orden liberal de la Unión Europea, los denominados por Meloni “burócratas de Bruselas”. Más que defender un estado que lo controle todo, como pretendía el fascismo, a los nuevos líderes políticos de la extrema derecha italiana les toca lidiar con un mundo remotamente diferente al de 1922, cuando Benito Mussolini llevó a cabo la Marcha sobre Roma.
La historia comparada, la utilización de términos del pasado para el presente, es demasiado atractiva para el mundo político, el periodístico y, en realidad, también para todos en general. Los historiadores, sin embargo, no podemos sino reflexionar sobre el origen de los términos que empleamos. Es nuestra obligación profesional y moral. Si insistimos en deconstruir la palabra “etnia” para el mundo prerromano o el término “nación” para los estados modernos, tampoco es apropiado hablar de neofascismo para referirnos a Meloni, por mucho que se sitúe en una tradición extrema de la derecha política italiana y cuente con algunos elementos heredados de Mussolini. El fascismo va más allá de las palabras y de su simbología, que tiene unas raíces históricas mucho más profundas.
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