La Historia a menudo se utiliza para dividir, para encontrar diferencias entre los ciudadanos de diferentes países, regiones, ciudades e incluso pueblos. Son muchos los ejemplos de los nacionalismos excluyentes que entienden que la Historia es la mejor herramienta para dividir a las sociedades. En nuestro país cuesta, de hecho, salir de ese marco que tanto hemos sufrido basado en la idea de que Spain is different.
Parece que a la hora de enseñar la Historia en el aula es mucho más práctico mostrar a los alumnos las diferencias entre las sociedades en vez de los puntos en común. Esta idea de la alteridad ha condicionado durante décadas la comprensión que hacemos de la Historia y de la Cultura, que por desgracia muchas veces se han convertido en elementos divisivos. Los historiadores de la Antigüedad nos obsesionamos por encontrar una cultura material que diferencie a las “etnias” prerromanas antes del impulso uniformizador de Roma. Los medievalistas presentan clasificaciones y más clasificaciones artísticas que expliquen las diferencias entre cada una de las regiones. Los modernistas y los que estudian la época contemporánea analizan el surgimiento del estado y después de la nación que terminan por dividir nuestras sociedades hasta las dos grandes guerras del siglo XX.
A lo largo de este curso académico, algunas conversaciones con Eric Valdivia, de Equipo Europa, y María José Beltramo, compañera de la Universidad de Navarra, la lectura del libro ¿Quién hablará en europeo? de Arman Basurto y Marta Domínguez, así como también las actividades, excursiones y cafés que he compartido con Juan Ramón Corpas, quien no necesita presentación, y el espacio que cada año me proporciona el proyecto en torno a la ciudad romana de Los Bañales de Uncastillo para poder pensar y conversar con mi maestro, el catedrático Javier Andreu, me han permitido darme cuenta de la necesidad de profundizar en la justificación histórica de la identidad europea más allá de los tópicos habituales. Como alguna vez le he escuchado a Eric Valdivia, lo paradójico es que mientras que los mitos nacionales se basan en batallas y personajes históricos que unifican a los habitantes de un determinado país en torno a alguna causa común nacional, como pudo ser la Guerra de Independencia en España, en el caso de la identidad europea el mito fundacional está basado en unos conflictos bélicos tan crueles y divisivos como fueron las dos guerras mundiales. Lo que une, por tanto, a los europeos es la intención de dejar todo eso atrás.
El servicio público que podemos ofrecer los historiadores, independientemente de la época en la que nos especialicemos, también pasa por proporcionar a la sociedad un relato histórico que abandone leyendas negras y localismos y muestre al mismo nivel que las diferencias, también las semejanzas y el recorrido histórico compartido de los pueblos europeos. Las culturas prehistóricas, Roma, la herencia judeocristiana, el Camino de Santiago, Carlomagno, el ferrocarril en el siglo XIX y, por supuesto, el todavía inacabado proceso de integración europea son los mejores ejemplos de una historia y una cultura europeas compartidas que nos pueden y nos deben servir para divulgar con más fuerza una historia que también sirva para unir a las sociedades.
El proyecto político de la Unión Europea poco tiene que ver con el Imperio Romano o con el Carolingio. Tal y como señalaba Mary Beard hace unos años, sería una “locura” plantear tal comparación. Estos grandes imperios basaban su unidad en la hegemonía y la Unión Europea lo hace en la paz y en la democracia. No obstante, ambos imperios establecieron un sistema monetario único y unas prácticas políticas y jurídicas homogéneas, por poner algunos ejemplos. Esos son algunos de los retos que todavía hoy presenta la Unión Europea. Tener en cuenta el legado cultural grecorromano, judeocristiano o carolingio nos hace conscientes de que la cultura y la historia pueden unirnos a los europeos. A pesar de las particularidades nacionales, regionales y locales, nuestras lenguas provienen en la mayoría de los casos del latín y nuestras mentalidades son herederas de la herencia cultural de nuestros antepasados.
Cuando encontramos un hallazgo singular en Los Bañales o en cualquier otra excavación arqueológica, lo primero que hacemos es buscar paralelos que nos permitan entenderlo mejor. Muchas veces un objeto similar es lo único que nos permite comprender qué es lo que tenemos ante nuestros ojos. Esos paralelos puede que estén en otros yacimientos de la Península Ibérica, pero también en otras partes del Mediterráneo y de la gran parte de Europa que fue romanizada. Buscar paralelos en Historia Antigua o en cualquier otra época histórica es, en definitiva, profundizar en las raíces culturales compartidas de nuestra civilización europea.
A la hora de desarrollar la tan repetida ciudadanía europea muchas veces olvidamos nuestras raíces históricas y culturales. Sin embargo, es incompatible construir un sentido de ciudadanía europea si no proporcionamos a los habitantes del Viejo Continente una justificación histórica que comience mucho antes de 1945. Este pequeño artículo aspira a ser sólo la introducción de un relato histórico europeo compartido que reivindique los estudios históricos como una parte fundamental de la construcción de la identidad europea.
La imagen de la portada es de Carlos Ortega
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