El Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, el español Josep Borrell, compareció el pasado martes en el Parlamento Europeo para dar explicaciones sobre su reciente visita a Moscú, en la que sufrió el desprecio del ministro de Exteriores ruso, Serguéi Lavrov. Borrell fue a Rusia a reclamar la excarcelación del opositor Alexei Navalny y la respuesta del Kremlin fue no sólo ignorar su justa reclamación, sino también expulsar del país a varios diplomáticos de Alemania, Polonia y Suecia.
Más de ochenta eurodiputados han pedido la dimisión de Josep Borrell por su visita. El también vicepresidente de la Comisión Europea ha tenido que contestar a las críticas de los conservadores, los populares, los liberales y, sobre todo, a las de los polacos y bálticos, que rechazan cualquier acercamiento a Rusia. No es sencillo gestionar la política exterior europea en coordinación con los 27 países miembros y Borrell, con su visita a Moscú, ha apostado por una diplomacia alejada de la cómoda moqueta de Bruselas. El atrevimiento del político español se debe a que ve en su puesto como Alto Representante el último gran cargo político de su vida.
Algunos eurodiputados han cuestionado que la visita de Borrell haya tenido el efecto deseado y que, en vez de facilitar la liberación de Navalny, el Alto Representante haya provocado lo contrario. También le han criticado no haber contestado en la rueda de prensa a las provocaciones del ministro Lavrov sobre la democracia en España o sobre la debilidad de la Unión Europea. Sin embargo, tampoco ha tenido que resultar fácil para el Gobierno ruso escuchar en su propia casa cómo un político extranjero les reclama la liberación de Navalny y les acusa de tener presos políticos. La apuesta de Borrell ha sido la diplomacia clásica: la dureza en privado y la contención en público.
Los críticos de Borrell sostienen que esta visita a Rusia ha demostrado que la Unión Europea no debería tener competencias en política exterior. Aunque un alto cargo de la Comisión no visitaba el Kremlin desde 2017, los gobiernos de los países miembros han visitado Moscú casi veinte veces en los dos últimos años, según aseguró Borrell ante el pleno de la Eurocámara. La diplomacia de Borrell es más valiente que la de sus antecesores en la defensa de los derechos humanos, ya que no sólo la ejerce a través de comunicados de prensa, sino también en persona ante aquellos que no respetan las libertades. Y esta es la mejor manera de demostrar su utilidad.
El problema, una vez más, es la ausencia de una voz común en la política exterior europea. A pesar de no contar con el apoyo de todos los países de la Unión, Borrell no quiso renunciar a la oportunidad de conocer de primera mano qué relación quiere tener el Kremlin con Europa en los próximos años. Rusia sigue siendo histórica y geográficamente un país europeo y los opositores rusos ven en la Unión Europea la luz de esperanza para sus anhelos democráticos. Borrell, con su visita, ha conseguido que esa luz siga brillando no sólo en Bruselas, sino también en Moscú.
El formato de este texto es el de un editorial de tesis, escrito para la asignatura Géneros periodísticos de autor de la Universidad de Navarra.
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