Mientras leía esta tarde Lo bueno de España, el último libro del tristemente fallecido José Mari Calleja, he vuelto a escuchar el sonido de las cacerolas en los balcones. Era una protesta contra Pedro Sánchez, supongo. El ruido parecía mayor que otros días, justo ahora que estamos empezando a doblegar la curva.
Los españoles tenemos razones para quejarnos de la gestión de nuestros gobernantes, y no es mi intención disculpar a nadie: ni a Sánchez, ni a Chivite ni a Ayuso. Sin embargo, estas caceroladas no son más que una nueva batalla ideológica en esa España cainita de rojos y azules.
Calleja se pregunta en su libro por qué nos cuesta tanto hablar bien de España. Quizás es por nuestra ignorancia histórica o porque nos hemos creído esa famosa Leyenda negra que tanto afecta a nuestro país desde hace siglos. No ayudó la larga noche del franquismo y tampoco ayuda ahora que el vecino que siempre saca la cacerola es el mismo que luce la rojigualda en su balcón.
La Constitución española, que este año cumple 42 años, representó el encuentro entre contrarios y garantizó el periodo más largo de progreso y libertad que nunca hemos conocido. Precisamente la generación que logró ese pacto es la que más está sufriendo el golpe del Covid-19. Creo que les hemos fallado, pero les fallaremos todavía más si persistimos en ese enfrentamiento entre las dos Españas.
Sobran motivos para criticar la gestión del Gobierno de Sánchez, pero la legítima crítica no se puede convertir ahora en un nuevo enfrentamiento entre nosotros. Los que nos reconocemos en la tercera España de Chaves Nogales, no queremos, de nuevo, “héroes, bestias y mártires”, sino que aspiramos a que no se cumpla la conocida cita de Gil de Biedma: “De todas las historias, sin duda la más triste es la de España porque termina mal”. Y evitar esto, depende de nosotros.
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