El Ayuntamiento de Pamplona ha tomado la acertada decisión de suspender los Sanfermines, pero no ha renunciado a que se puedan celebrar en algún momento del año, siempre y cuando las condiciones sanitarias lo permitan.
Esto es algo que no ocurría desde 1938, cuando la Guerra Civil impidió que se celebrasen durante dos años. Ya en democracia, la muerte de Germán Rodríguez en 1978 y la de Miguel Ángel Blanco en 1997 acabaron, antes de tiempo, con la celebración de los Sanfermines.
Estos tres sucesos, tan representativos de lo más duro de nuestra historia en el siglo XX, han permanecido en la memoria colectiva de los pamploneses que los vivieron. Esta vez nos enfrentamos a una pandemia global, fruto de la época en la que nos ha tocado vivir, y tampoco olvidaremos los fallidos Sanfermines de 2020.
Yo nací en 1998 y, para una generación como la mía, que siempre ha disfrutado de la libertad de salir de fiesta en Sanfermines sin la violencia del pasado, esta suspensión es traumática, pero necesaria. Y la suspensión es tan necesaria como el hecho de que el Ayuntamiento de Pamplona no renuncie a celebrar los Sanfermines en algún momento del año. Porque tenemos que mantener la ilusión, la esperanza de que cuando todo esto acabe, cuando acabe de una vez por todas, volveremos a las calles, a nuestros bares y a nuestras plazas.
Es cierto que hace falta una vacuna, pero también es necesaria una dosis de esperanza. Puesto que mis padres se conocieron en Sanfermines, siento que forman parte de lo más íntimo de mi ser. Quizás no viviría si no fuera por ellos. Cuando todo esto acabe, volveremos a enamorarnos, a bailar y a cantar todos juntos en torno a lo que nos une tanto a todos los navarros: los Sanfermines. Ya falta menos.
Esta es una carta al director publicada en el Diario de Navarra.
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