Para no perder la costumbre, llegué con media hora de antelación a la tribuna de invitados con la esperanza de enterarme de algún chascarrillo. Quince minutos antes del comienzo de la sesión, un grupo de personas a las que yo había identificado como miembros de la “Operación Cal” llegaron a la tribuna. Se sentaron por separado, aunque las miradas y las señas dejaban claro que habían venido juntos. Todos llevaban una carpeta negra y muchos unos buenos habanos en el bolsillo de la americana. Sin duda, algo iba a pasar.
Éramos pocos los periodistas al corriente de las reuniones que cada jueves habían tenido lugar en la habitación 215 del Hotel Ritz. Sin embargo, ninguno de ellos se había atrevido a publicar nada. No estábamos dispuestos a adentrarnos en un asunto que quizás nos venía demasiado grande. No importaba si eran periodistas, empresarios o funcionarios, jóvenes o mayores y comunistas, nacionalistas o derechistas. Todos se reunían allí.
Los diputados iban llegando poco a poco y los socialistas miraban con desconcierto la tribuna repleta. Aún recuerdo la mirada de desdén del que sería el próximo líder del PSOE hacia la tribuna, como si se esperase lo que iba a suceder en las próximas horas. Yo, desde luego, no lo sabía. Bajé a la sala de prensa.-Jefe, algo va a pasar en el Congreso. ¿Recuerdas lo que te comenté sobre la “Operación Cal”? Muchos de los que estábamos investigando están aquí- expliqué.
-Bien, bien. Parece que todo va por el camino correcto- replicó y colgó sin darme la oportunidad de preguntarle a qué se refería con “todo”. Eso sí, parecía evidente que él también estaba metido en el ajo.
La primera media hora de debate transcurrió con la intervención de Joaquín Almunia, que aquel día ya llevaba más barba que pelo, y que incidió en la radical transformación de la sociedad española durante los últimos catorce años asegurando que “los ciudadanos habían exigido cambio y que el PSOE lo había llevado a cabo”.
José María Aznar, que aquel día llevaba una camisa bastante ajustada para marcar sus pectorales, comenzó su intervención con una dura sentencia: “Váyase, señor González. Ustedes tienen las manos manchadas de cal viva”. El presidente del Congreso, abrumado por la situación, no podía contener los gritos de indignación desde la bancada socialista que aumentaron cuando el orador desenrolló un cartel y se lo mostró a Felipe González mirándole a los ojos. Se oían expresiones como “fuera”, “sinvergüenzas” e incluso “franquistas” a lo que el portavoz respondía con una media sonrisa retadora. El cartel modificaba una cita muy famosa del PSOE: “100 años de honradez y después Felipe González”. También incluía una foto del jefe del ejecutivo que le señalaba como el “Señor X”.
Justamente al mismo tiempo que se lo enseñaba, los diputados de la oposición envueltos en la conspiración sacaron más carteles y se los entregaron a cada uno de los diputados socialistas. Las cabezas de los socialistas echaban humo al mismo tiempo que rompían asqueados los carteles y se aflojaban las corbatas. Algunos salían disparados de sus asientos cada vez que oían la expresión “cal viva” y otros aguantaban en los sillones poniéndose cada vez más rojos. Mientras tanto en la tribuna, los que habían animado todo esto se sonreían y encendían sus puros.
Narcís Serra se levantó de un brinco tirando una carpeta y un libro de sudokus. Álvarez Cascos no podía parar de reír y pegaba puñetazos a la mesa rogando que la sesión no acabase nunca. Sin embargo, se fue recuperando cierta tranquilidad hasta que el portavoz de Izquierda Unida sacó a relucir de nuevo el tema de la cal viva y acusó sin miramientos a González de asesino. El líder socialista, harto de las infames acusaciones, abandonó el pleno. Salí disparado para intentar hacerle alguna pregunta pero al ver su cara, me di cuenta de que esa era la mejor respuesta. Su mirada pasó de la furia a la satisfacción cuando, al salir del Parlamento, observó cómo fuera miles de personas se agolpaban a las puertas del Congreso defendiendo la dignidad del PSOE y la de su presidente.
Veinte segundos después se hizo un segundo de silencio antes de que toda la redacción empezara a mirarme con avidez. Juan, Pedro y María me agarraron del brazo exigiéndome que les explicase cada detalle de lo que había ocurrido. Al fondo de la redacción un hombre trajeado y con gafas tintadas me esperaba. El director asomó la cabeza desde su puerta y nos pidió que entrásemos.
-Hijo, pasa- me pidió Luis. Había sido mi director durante quince años y nunca había visto esa cara. Sin dudarlo ni un momento y ante la expectación de la redacción, que se había vuelto a callar, entré en el despacho. El hombre trajeado bajó las cortinas.
-Lo que ha ocurrido hoy en el Congreso ha sido una simple coincidencia. Creo que ambos estamos de acuerdo en que nadie sabía lo que iba a pasar-me dijo con tono serio al mismo tiempo que se quitaba las gafas.
-No sé de qué va esto pero no tengo nada que hablar con usted- le repliqué.
-Creo que no has entendido bien. Cierra tu puta boca-me dijo.
Abandoné el despacho por última vez. A lo largo de los siguientes días, recibí presiones para no publicar los datos que había recabado en los últimos meses pero no fallé a mi deber de informar. Podría decir que estas clarificadoras informaciones instigaron la manifestación de los votantes socialistas, que llenaron las calles de España una vez más. Por otra parte, los mítines de González durante esa campaña volvieron a ser tan masivos como los de 1982.
España acababa de salir del cascarón. Éramos una democracia francamente joven y tras casi 40 años de dictadura, este grupo de intelectuales, en vez de fortalecer la democracia, la pusieron en riesgo. Es cierto que los conspiradores cumplieron su objetivo porque Felipe González salió de La Moncloa un año más tarde pero también lo es que muchos de ellos colaboraron para que Aznar se convirtiese en el nuevo presidente del Gobierno. El director de mi periódico nunca se lo perdonará. Hoy se cumplen veintiún años de aquella tarde y he vuelto a escuchar en el Congreso eso de la cal viva
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